ESTAMPA CAUDETANA.
JINETES A LA GRUPA.
JINETES A LA GRUPA.
- Una de estas tardes de atrás cuando hacía calor, mucho calor, en Caudete. Yo
me encontraba trabajando algo en el ordenador. Al otro lado de la habitación,
un ventilador lanzaba, en abanico, el aire que le tomaba al aposento. Por la
rendija que había dejado aposta en la ventana también se colaba un hilito de
aire, también de termómetro salido en extremo, que iba en busca de la ventana
abierta en el pasillo al que accedía por puerta, también abierta, de par en par
del cuarto. De pronto el trotar tranquilo de unos caballos llenó mi estancia de
ecos y sonidos arrancados, por los cascos de los animales, al alquitrán que
tapiza la calle. Llevado por la curiosidad me asomé a la ventana y los vi. Ya
habían rebasado mi posición y entraban a la Plaza del Carmen. Sí, por la calle
El Molino arriba, mi calle, subían dos caballos enjaezados y con sus
sillas de montar y, a grupa de ellos, dos jinetes, un hombre metido en años al
que se le había abierto ya una puertecita en la coronilla no sé si para
refrescar el motor que fabrica las ideas o para favorecer la salida de los
sueños. Le acompañaba una jovencita, vestida de gentil amazona. No iba tocada
con el gorrito típico del atuendo hípico, ya te he dicho que hacía calor, mucho
calor, sino que lucía una larga cabellera que ganaba, en vistosidad, por muchos
cuerpos, a la cola del caballo sobre el que cabalgaba.
No era hora para lucimiento, porque nadie aparecía en la calle, yo los miraba desde mi ventana. Ellos iban a lo suyo, posiblemente haciendo prácticas de equitación y, eso, ya sabemos que se encierra en un horario estricto. Y el horario manda, no importa si hace mucho calor o si hay personal por la calle para ver a los caballistas. Ellos iban, el señor mayor, ¿era el profesor?, por delante y la joven, recién salida de la adolescencia, por detrás.
Los caballos, con aquel su andar ligero, que no era trote, bueno, sí, pero muy corto, subían calle arriba hasta la Plaza del Carmen.
Tuve la impresión de que los animales eran noblotes. A estos caballos no les molestó ningún perro por lo que no les vi manifestar su genio. No les ocurría lo que a aquel caballo que pastaba tranquilamente en un prado situado más abajo de "La Gilguera", en la carretera que bajaba desde mi pueblo, Oropesa, hasta el barrio de La Estación y hasta la carretera de Extremadura. No tenía yo, todavía, los 10 añitos. Bajaba desde la escuela de La Villa a comer a casa y cuando, al llegar a la altura de aquel prado donde ramoneaba tranquilamente un caballo, saltó la pared de piedra un perro que se puso a incordiarle. Me quedé parado, con mi cartera de la mano, contemplando la escena. El caballo, en principio, ni se molestó. Pero su paciencia se acabó y tomó la iniciativa. Tenías que ver cómo caracoleaba el perro. Pero...le cazó. Aquel caballo tuvo que ser zocato porque le puso la mano derecha detrás de la paletilla, le sujetó contra la hierba del prado. Y los capones, que le administró a aquel desdichado perro con la pezuña de su mano izquierda herrada en la cabeza, los oía yo desde la carretera pero más oía los chillidos, más que ladridos, que lanzaba aquel pobre animal. Después de todo, el caballo era noblote y no acabó con la vida de aquel perro molestón y tontorrón, que se metió donde no debió y recibió lo que no esperó. A dos metros de mí saltó aquel maltrecho perro la pared, con bastante dificultad. Me miró con unos ojos que daban profunda pena como diciéndome: "ni se te ocurra hacer la tontería que acabo de hacer yo". No lo hice, no. El estómago también me gritaba a mi muy acongojado. Así que alpee el paso, y llegué un poquitín tarde a casa a comer.
- Volví a mis quehaceres mientras los cascos de los caballos me iban diciendo que seguían andando, que no paraban, y que, al perder intensidad el ruido que producían al chocar las herraduras contra el duro suelo, me comunicaban que se iban alejando.
No era hora para lucimiento, porque nadie aparecía en la calle, yo los miraba desde mi ventana. Ellos iban a lo suyo, posiblemente haciendo prácticas de equitación y, eso, ya sabemos que se encierra en un horario estricto. Y el horario manda, no importa si hace mucho calor o si hay personal por la calle para ver a los caballistas. Ellos iban, el señor mayor, ¿era el profesor?, por delante y la joven, recién salida de la adolescencia, por detrás.
Los caballos, con aquel su andar ligero, que no era trote, bueno, sí, pero muy corto, subían calle arriba hasta la Plaza del Carmen.
Tuve la impresión de que los animales eran noblotes. A estos caballos no les molestó ningún perro por lo que no les vi manifestar su genio. No les ocurría lo que a aquel caballo que pastaba tranquilamente en un prado situado más abajo de "La Gilguera", en la carretera que bajaba desde mi pueblo, Oropesa, hasta el barrio de La Estación y hasta la carretera de Extremadura. No tenía yo, todavía, los 10 añitos. Bajaba desde la escuela de La Villa a comer a casa y cuando, al llegar a la altura de aquel prado donde ramoneaba tranquilamente un caballo, saltó la pared de piedra un perro que se puso a incordiarle. Me quedé parado, con mi cartera de la mano, contemplando la escena. El caballo, en principio, ni se molestó. Pero su paciencia se acabó y tomó la iniciativa. Tenías que ver cómo caracoleaba el perro. Pero...le cazó. Aquel caballo tuvo que ser zocato porque le puso la mano derecha detrás de la paletilla, le sujetó contra la hierba del prado. Y los capones, que le administró a aquel desdichado perro con la pezuña de su mano izquierda herrada en la cabeza, los oía yo desde la carretera pero más oía los chillidos, más que ladridos, que lanzaba aquel pobre animal. Después de todo, el caballo era noblote y no acabó con la vida de aquel perro molestón y tontorrón, que se metió donde no debió y recibió lo que no esperó. A dos metros de mí saltó aquel maltrecho perro la pared, con bastante dificultad. Me miró con unos ojos que daban profunda pena como diciéndome: "ni se te ocurra hacer la tontería que acabo de hacer yo". No lo hice, no. El estómago también me gritaba a mi muy acongojado. Así que alpee el paso, y llegué un poquitín tarde a casa a comer.
- Volví a mis quehaceres mientras los cascos de los caballos me iban diciendo que seguían andando, que no paraban, y que, al perder intensidad el ruido que producían al chocar las herraduras contra el duro suelo, me comunicaban que se iban alejando.
A buen trote va a buscarte mi saludo, mis
¡¡¡BUENOS DÍAS!!!
14.8.2018. Martes. P. Alfonso Herrera, O. C.
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