ESTAMPA CAUDETANA
AYER PASÉ LA ALMARCHA
Al igual que los kilómetros se iban quedando atrás, los minutos se iban
yendo, descolgándose del reloj. El sol se caía por el occidente de
la Autonomía Castellano-Manchega, por allí donde mi pueblo de Oropesa y su área
de influencia, allí, lo llamamos la Campana de Oropesa. Las dieciocho horas
también se habían quedado atrás de la mano del tiempo, cuando un cartel en el
camino me avisaba de que estábamos a punto de llegar a La Almarcha. Sin perder
ojo de la carretera, tampoco le perdía de los campos y tierras de su
entorno, casi todas ponían guapa a la zona suavemente ondulada y, digo casi,
porque un par de tractores subían y bajaban por aquellas lomas poniendo a tono
otras tantas tierras, dejándolas preparadas para recibir las aguas que las
humedecieran para recibir, luego, la sementera en sus entrañas, de las que
sacarán, las gentes del lugar para guardarlas en cuatro o seis grandes
depósitos, graneros metálicos, levantados fuera de la población, una pingüe
cosecha de cereal.
Desde distintos lugares se elevaban a los cielos unas columnas de humo clarito
que convertían en ceniza, excelente abono, los restos que me hablaban de
rastrojos de trigales que fueron pintando el terreno con los distintos colores
que traían consigo las distintas estaciones hasta que, a principio del verano,
se les metió la hoz y el hocino o, más bien las máquinas segadoras.
Saliendo del pueblo, una línea de altos chopos, de hojas temblonas, vestidas de
verde desvaído, tirando a amarillo, me decían desde sus cúspides que, a sus
pies discurría un refrescante riachuelo.
En el altozano en el que se "desparrama" el pueblo
se eleva, toda lozana, la iglesia del lugar , sobre todo, su torre limpia, sin
pátina depositada por el tiempo, toda nueva, toda restaurada, desde los
cimientos hasta todo lo alto donde, en sus ventanas, se veían las campanas. Por
la rendija de la ventana del conductor, que llevaba abierta un tanto, se
colaba, con nitidez, su tañido. Llamaban a saludar a la MADRE DE DIOS con el
rezo del Ángelus en la atardecida.
Al cielo lo estaba pintando el sol, en su caída, con los últimos rayos, como si
fueran pinceles, con unos colores inigualables como solo son capaces de copiar,
solo de lejos, los grandes acuarelistas, como Rafael REQUENA.
Por su parte, la luna que anda poniendo guapísima, como si fuera una madre,
andaba tendiendo sobre La ALMARCHA Y SUS CAMPOS la manta para que pasaran
calentitos la noche que se aventuraba fresca por lo que me estaba indicando el
termómetro y es que el "ris" que pega en la Mancha se deja sentir si
no estás a cubierto.
Ese camino que hacía yo ayer y que hicieran, hace ya unos cuanto siglos El
Ingenioso Hidalgo de La Mancha y el bueno de Sancho, también lo hizo muchas
veces el caudetano, profesor de Arte, Rafael REQUENA y, en una de ellas, en
pleno invierno, se vio sorprendido por una generosa nevada en las tierras de
Cuenca, partidas por la autovía de levante y, lejos de arredrarse, paró el
coche, se puso una parca, sacó su libreta de apuntes, porque era impensable que
montara el bastidor y sobre él el papel de 56 x 76 con las temperaturas que se
trae la nieve consigo, y, enseguida, dejó fijados los distintos elementos que,
con posterioridad, quedarían vestidos en el ambiente acogedor de su estudio
donde el frío no iba a aterír la sensibilidad de sus dedos. Aquella acuarela,
que pintara en el invierno de 1997- luce primorosa en el Museo de Albacete,
capital.
Para el caso de que no puedas ir a contemplarla "in situ", yo te la
sirvo del CATÁLOGO del
Homenaje a Rafael Requena, Caudete 2004-Albacete 2004- en su página 93.
Y, además, me sirve para enviarte mi saludo, mis
¡¡¡¡¡¡BUENOS DÍAS!!!!!!
28.10.2020. Miércoles. (C 1064)
P. Alfonso Herrera Serrano, Carmelita.
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