ESTAMPA CAUDETANA.
LOS BARREÑOS DE LATÓN.
Había pasado poco antes delante de las lunas de cristal de los
escaparates de Albertina. No me habían llamado especialmente la atención. Me
preocupaba más la aglomeración de gentes que guardaban cola en dos filas, una,
que se había formado a la izquierda de la puerta de entrada, la que le
lleva a uno directo a la carretera de Villena y otra, a la derecha de la
entrada a la panadería. Ésta subía con dirección a la Plaza el Carmen. Por ésta
bajaba yo, para proveerme de pan. Así que lo que se ofrecía al viandante, desde
el otro lado de las hermosas cristaleras en los vistosos escaparates de la
tienda, me pasó totalmente desapercibido. Las colas se estaban haciendo largas,
principalmente por la distancia que debíamos guardar por prevención.
Cuando volvía, un agradable olor a pan recién horneado, ascendía desde el
bolsón donde se acomodaban tres hogacicas de medio kilo y me envolvía mientras
caminaba acera adelante.
Ahora, sí. Ahora percibí subliminarmente, que no de modo directo, buscado, la
decoración de uno de los escaparates de Albertina. Ya había dejado yo atrás el
escaparate y la tienda se me presentaba, más allá de la puerta
acristalada, todo lo larga que es, diáfana, sin clientes, y volví sobre mis
pasos. Allí estaban los DOS BARREÑOS DE LATÓN. Eran los dos elementos que,
situados en el centro del escaparate, delante de unas sillas de diseño,
centraban mi atención y me hablaban de tiempos en que, el agua, no llegaba canalizada
a las casas.
Si alguien asistió a mi maniobra y al hecho de que permaneciera un tiempecico
allí parado con la bolsa del pan en la mano, seguro que daría en
pensar:"¿qué hace ahí parado ese pasmarote?"
Pues, mira, le diría yo, no hago caso, ni encuentra eco en mí, la llamada de
atención, la propaganda, que, inspirados, hacen los de Albertina para que se
acceda a sus servicios de culto al cuerpo. No, yo no estaba escuchando los
requerimientos del local de belleza, "yo ya soy guapo". Yo, en aquel
momento, emprendí viaje a mi infancia. Cuando era niño, en mi casa, no
disponíamos de agua corriente, la traíamos de pozos que, con el jarréo de los
cubos se suavizaba las aguas zarcas. En mi casa siempre hubo un barreño como
esos dos que aparecen en la fotografía. Era artilugio al que no hincaba el
diente el tiempo, duraba tanto, tanto, que no tenía fecha de caducidad. Mi
madre siempre le tenía reluciente como los chorros del oro y lo empleaba en
múltiples usos, uno de ellos era el de fregar los platos y, para aclararlos,
empleaba otro barreño pero, éste, era de barro. También lo empleaba para
calentar el agua donde hundía los capones que, ella misma criaba y que daban
sopas con honda a los de la Villalba gallega, que tanta fama tienen. Aquellos
¡eran pollos! y hacían que, el arroz que los acompañaban los domingos y
fiestas, tuvieran título nobiliario. SÍ, el arroz que cocinaba mi madre con
aquellos capones tenían trato nobiliario, tenían Usía. Pues bien, el agua muy
caliente de aquel barreño hacía, relativamente fácil, la labor de desplumar a
aquellos animales que llegaban a pesar tanto o más que su pariente emplumado,
el pavo.
Oye, y yo tan agustito, fija mi mirada en los barreños de latón que, con todo
acierto propagandístico, habían dispuesto los de Albertina en uno de los
escaparates de su negocio.
Recibe mi saludo, mis
¡¡¡¡¡¡BUENOS DÍAS!!!!!!
2.3.2021. Martes. (C. 1.189)
P. Alfonso Herrera Serrano, Carmelita.
Muy buenos días, P. Alfonso, el relato de hoy también me ha llevado a mí infancia , en mi casa también tenían la misma utilización que usted nos ha descrito, además en verano se llenaban de agua y se ponían al sol y cuándo el agua está tibia a disfrutar del baño , pues lo pasábamos en grande . Que tiempos aquellos que con poco disfrutábamos. Que tenga un buen día.
ResponderEliminar( Se ponían en el corral, claro está)
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