lunes, 2 de julio de 2018

El Corralón del Convento está Triste


ESTAMPA CONVENTUAL.
EL CORRALÓN DEL CONVENTO ESTÁ TRISTE.


Ya lo decía Gustavo Adolfo Becqer en su Rima LXXIII de Poemas del alma.

¡Qué solos se quedan los muertos!

«Despertaba el día,
a su albor primero.
Con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas.
Yo pensé un momento
¡Qué solos se queda los muertos!»

Gustavo, que vivió hace tanto tiempo, casi con toda seguridad, vio el cadáver de aquella mujer recién fallecida que le inspiró la rima.
Pero si hubiera vivido hoy y, hoy, hubiera visto el CORRALÓN DEL CONVENTO DE SAN JOSÉ, estoy seguro de que el vate le hubiera inspirado el mismo Poema del alma.
El corralón estaba triste. Perecía que no había amanecido porque nada había sido despertado. El encargado de abrir las ventanas al nuevo día nos había fallado. Cuando el sol iba sacando los colores a las cosas, todo en el corralón estaba pálido, muy triste. Una capa de dolor lo cubría todo.
¡Qué tristes están las gallinas!, decía un fraile.
¡Qué triste estaba todo!
¿Por qué?
¿Cuál era la causa?
El elemento más  importante del corralón del CONVENTO había desaparecido.
La figura más elegante, el protagonista, el amo del corralón, no daba señal de vida. ¡No estaba!
Ya, nos lo decía el silencio. Ya, el viento no nos traía su aviso. Ya, el eco de su canto no rebotaba en las paredes del corralón. Ya, por las ventanas abiertas al fresco del amanecer, no se colaba su grito.
EL GALLO, el señor del corralón, no estaba, había volado, había desaparecido.

Resulta que el vecindario de aquellas calles lindantes con el corralón estaban hartos de escuchar el canto potente, sonoro, del animal que, pletórico de tostesterona gallinacea, reclocleaba a sus  gallinas. Tan a pecho llevaba el cuidado de sus gallinas que de hora en hora, a partir de las dos de la madrugada, decía el vecino, se dedicaba a poner su garganta a tono a la vez que apercibía a sus gallinas de que se encontraba «ojo avizor» para prevenir cualquier peligro, para prepararles ante el nuevo día que se acercaba. Y cuando ya se encontraba totalmente desplegado el día, iba llenando, con harta frecuencia, el corralón con su canto que lo era  de UN GALLO, GALLO.
Y, claro, eso no lo podía consentir el vecindario, como consiente otros ruidos que también llenan el contorno como el ladrido de mascotas, los diálogos, a veces animados de trasnochadores a la puerta de algún local cercano o el monótono y repetitivo, y muchas veces malsonante porque no alcanzan a dar con la nota pretendida, los aprendices de músicos de la Escuela Municipal de Arte, cuando soplan los instrumentos de aire.
Pero el gallo del corralón del CONVENTO sí que molesta.
Dadas las quejas a los frailes por un emisario de los vecinos molestados, pedimos a Francisco el molinero, que nos le había regalado, que se le llevara a su molino para que («muerto el perro, se acabó la rabia»), ausente el gallo, se acaben las molestias.
Le costó al bueno de Francisco mucho trabajo  y necesitó de tres intentos para hacerse con él, porque el gallo es UN SEÑOR GALLO (ahí le tienes). Hasta que no fue noche cerrada no pudo echarle el guante.

¡Qué gritos más feos, por roncos y estridentes salidos de lo más profundo de su miedo  , lanzaba el pobre animal al verse cazado con alevosía y nocturnidad, por la faena que estaban haciendo con él.
Francisco, el molinero, ¡HABÍA DESTRONADO AL REY DEL CORRALÓN DEL CONVENTO DE SAN JOSÉ!

Ya el vecindario puede dormir tranquilo. Ya no oirán el, para ellos, molesto canto del gallo.
Sí, ya el problema dejó de ser problema.
¡¡¡Ya desapareció el gallo!!!


Sin música, y un poco mohíno, te mando hoy mi saludo, mis

          ¡¡¡¡¡¡BUENOS DÍAS!!!!!!
2.7.2018. Lunes. P. Alfonso Herrera, Orden Carm.

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