martes, 25 de septiembre de 2018

La Virgen de las Uvas


ESTAMPA CAUDETANA.
LA VIRGEN DE LAS UVAS.

Me dirás que qué tiene que ver ese cuadro de Pierre Mignard,  pintor francés que lo pintó en 1640, con Caudete, pues en ninguna de las iglesias, ni ermitas ni capillas de las Monjas Carmelitas de Clausura, del Amor de Dios, ni tampoco en la Residencia de Mayores del pueblo, se encuentra esa tabla. (Está en el Louvre)
Pues creéme. Se encuentra en Caudete y forma parte del legado de uno de los pintores que vinieron al mundo en este pueblo de Caudete y que ya se fue de él.
Este hombre, en sus tiempos de juventud fue ayudante del restaurador del camarín de Santa Catalina tras apagarse los últimos rescoldos de aquella devastadora guerra del siglo pasado que hizo mucho daño en la cultura, en los elementos del culto cristiano y, lo que fue peor, en las personas a las que se llevaron por delante  dejando atrás mucho dolor y luto.
El pintor, ya hecho un hombre y casado, restauró la parroquia de San Francisco.
¡No me digas que no has caído! Se trata de Pedro Torres Cotarelo.
Torres Cotarelo es el pintor de ese cuadro. Cierto que no salió de su magín pues ya te he dicho que es de un pintor francés. Torres Cotarelo COPIÓ, sí, COPIÓ ese cuadro del colega Mignard.
Tuve la suerte de contemplarlo el pasado día 7 de los corrientes. Ocurrió cuando  la imagen de la Virgen de Gracia, que procesionaba camino de la parroquia de Santa Catalina para presidir las FIESTAS PATRONALES, llegó a la glorieta de La Cruz. En ese lugar se detenía la procesión, como es costumbre, para que los fieles y autoridades pudieran desayunar. El clero no iba a ser menos pero... éste se quitaba los ornamentos en la antigua casa de Torres Cotarelo donde su esposa y su hija Marina nos cedían una habitación para dejarlos durante el descanso.
Aquella casa es un museo. Todas sus paredes están ocultas detrás de los cuadros del pintor que, me dijo Marina, la hija del pintor, tiene cedidos al pueblo.
Aproveché buena parte del tiempo del alto de la procesión para darme el gustazo de contemplar la obra privada del pintor  pendiendo en el silencio de la casa. Contemplé al pueblo cuando era pueblo. Contemplé lo que ahora es pueblo y entonces no lo era. Vi, sin trazar, lo que luego sería el camino flanqueado por chalés, hoy Avenida de la Virgen de Gracia. Solo campo, prado, donde pastaban las ovejas.
Y contemplé con qué angelical delicadeza manejó los pinceles para «sujetar» a su esposa en distintas etapa de la vida y de la que yo ya tenía noticia por el ángel que acompañaba a San Francisco al que ella había prestado su cara, en uno de los frescos de la nave derecha de la parroquia del Santo. Y, contemplé cómo la ha esculpido, más que pintado, el tiempo, pues me fue presentada por su hija Marina.
Cuando estudiaba arte, el profesor, de apellido Campuzano, nos explicaba que un pintor (no me acuerdo del nombre) había pintado a una señora muy bella, en plenitud de primores y cuando la retratada contempló su físico en el cuadro increpó al pintor llamándole de todo y más. Y el pintor le contestó sin inmutarse:
- «Esa imagen es su imagen dentro de treinta años».
- Nos dijo el profesor Campuzano que el pintor se había portado con mucha delicadeza porque los pinceles de su colega el tiempo la habían dejado muchísimo peor que aquel pintor. Algo así aconteció con la esposa de Pedro TORRES COTARELO.  La viuda que encontré era bajita, diría que su estatura se había comprimido un tanto. Estaba delgadita, encerrada en el recuerdo del marido ausentado. Eso sí, muy dueña de sí, muy digna y, sobre todo, con una carita que me hablaba de otros tiempos. Pero distaba mucho de aquella esbelta mujer que subida en los andamios ayudaba a su marido en la restauración de la parroquia de San Francisco.
Me alegré un montón de hablar con la esposa viuda de Pedro Torres Cotarelo y con Marina, la hija, que dejó en San Francisco su propia obra pictórica en el cuadro que ilustra el baptisterio.
Fue el último, me dijo Marina, cuando observó mi interés por el cuadro o por la interrogación que, intuyó, se me estaba levantando en el magín cuando miré la firma al pie de la pintura.
«Es una copia del pintor francés, Pierre Mignard, ES EL ÚLTIMO CUADRO QUE PINTÓ MI PADRE.
En seguida pensé:
«Su testamento».
Cuando el pueblo de Israel dejó atrás, por fin, el desierto donde había enterrado una generación, mandó a unos espías al otro lado del río Jordán para que informaran acerca de cómo era la TIERRA PROMETIDA y, al volver, traían grandes racimos de uvas y decían «es una tierra que mana leche y miel» (libro del Éxodo 3,8)
Quiero interpretar el sentir de Pedro Torres Cotarelo cuando su peregrinaje por esta tierra estaba llegando a su Jordán particular, y el hombre que, encorvado por el peso de los avatares de la vida, vislumbraba desde este lado «el más allá, el jardín del cielo» como una tierra rica  de la que le hablaba la VIRGEN DE LAS UVAS y por eso la llevó al lienzo. La quería cerquita de sí para que cuando llegara el momento de atravesar el río, fuera ELLA  la barquera que le trasladara a la «otra orilla» llevando en sus manos  un racimo de uvas para el viaje hasta «allí donde la tierra mana leche y miel».
No creo equivocarme en la interpretación del mensaje que nos da a través del último de sus cuadros. Su devoción por la Virgen María, su esperanza puesta en Ella y su seguridad de que no le fallaría, le hicieron agradable su última etapa.
 ¡QUÉ MENSAJE!
No podía ser de otra manera. Pienso yo que en ELLA vio su salvación.  Y la Virgen vino a devolverle, con creces, tanto esfuerzo empeñado en la restauración de sus casas y las  de su HIJO aquí, en Caudete y por algunos otros pueblos donde la barbarie del hombre las había echado abajo.

Teniendo a María como cartera sé que te llega mi saludo, mis

          ¡¡¡¡¡¡BUENOS DÍAS!!!!!!
25.9.2018. Martes. P. Alfonso Herrera, O. C.

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